Capítulo I
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En quince cuadras perdió toda
la fuerza de las piernas. Quince cuadras de respirar con dificultad, luchar con
el miedo y los nervios; de meterse entre las calles y dar vueltas abruptas que
le quemaban los pies.
No se
creyó a salvo ni siquiera cuando dejó de ver los faros del coche, diez cuadras
atrás; de un modo u otro lo encontrarían pero esperaba que no ocurriera esa
misma noche. Tal vez podría esconderse, mantenerse en el anonimato hasta que se
asentara el polvo y ya no les importara. Quince cuadras y se detuvo a respirar
con un dolor en el costado cuando otro motor le crispó los nervios. No era del
coche, era más ruidoso y salvaje.
Una ráfaga
de luz le pasó de largo, pero no dudó un segundo que lo habían reconocido.
Todos los detalles dorados en su ropa eran reflejantes. Con un aullido salvaje,
la motocicleta embistió y él sólo atinó a meterse en otra de las calles, justo
en el momento en que su perseguidor le daba alcance.
La Harley roja no dio la vuelta a tiempo y
las llantas derraparon un par de metros marcando una “u” sobre el pavimento. El
jinete soltó una risotada que se escuchó por toda la calle en penumbras. La
noche se cubrió con los rugidos de la motocicleta que apagaban los pasos
frenéticos y asustados de la presa.
El
motociclista avanzó muy lento, sin desmontar, con los estertores del motor como
fondo musical. Desde la esquina miró la calle desierta, llena de sombras. Era
imposible que hubiera corrido otra calle más y tan rápido. No había salido.
Avanzó
algunos metros y apagó el motor. En una jardinera cercana, el perseguido se
había dejado caer para reponer fuerzas y esconderse del cazador. Cuando la
calle se quedó en silencio él mismo trató de dejar de respirar.
De la
chamarra de cuero, el motociclista tomó su teléfono celular, sin quitar la
vista del frente; acostumbrado desde niño a vagar por las calles de noche,
había aprendido a no tener miedo hasta el último segundo. Estaba en su
elemento. Sólo desvió los ojos para comprobar el contacto registrado en la
pantalla.
En toda la
calle sólo se escuchó, muy tenue, la melodía en piano de una canción de Linkin Park.
Rugió el
motor al tiempo que el muchacho salía de su escondite dando un grito de
frustración por haber olvidado apagar el teléfono.
Quince cuadras
habían hecho sus estragos. El motociclista le dio alcance sin problema al final
de la calle; después de agitar una cadena sobre la cabeza, lanzó ésta hacia las
piernas de su presa. Un golpe en las corvas fue la sentencia del muchacho de la
playera color mostaza.
La motocicleta
se detuvo cerca de donde él había caído.
—¿Te
dolió? —el motociclista sonreía en la oscuridad.
—Ojalá tu
gengar tuviera esa puntería —dijo el muchacho apretando los dientes de dolor.
—No se
vale arder, pinche Dorado —le respondió entre risas el otro. De nuevo tomó el
celular y marcó un número—. Ya cayó. Estamos en Vallarta esquina con… no sé,
¿Ibáñez?
—Ni idea
—jadeó con rencor desde el suelo.
—Cha…
coopera tantito. Vallarta e Ibáñez. Cámara —y cerró el celular—. ¿Pu’s qué
fregados hiciste, Dorado?
El
motociclista lo agarró de la playera y lo arrastró hasta la banqueta para que
éste pudiera sentarse. Sus jadeos eran lo único que se oía en la noche.
—Están
yendo muy lejos, Rojo —dijo después de tragar saliva.
—Que
zacatón eres —Rojo prendió un cigarro entre risas.
—No es por
miedo, es por sentido común —dijo al fin incorporándose—. ¿No ves que ya
perdieron el piso? Es nada más un juego.
—Era,
Doradito. Era un juego —escupió—. Además tú también querías, ¿qué no?
El
muchacho no dejaba de sobarse la pierna.
—¿Me das
un cigarro?
Rojo le
extendió la cajetilla. El otro aprovechó la cercanía para soltarle un puñetazo
y tratar de correr, pero Rojo estaba curtido para esas peleas. Recibió el golpe
sin sorpresa y lo contestó con una patada. El muchacho sintió todo el peso de
la bota con estoperoles en el pecho.
—No te
quieras pasar de cabrón, pinche Dorado —dijo Rojo entre risas, revisando si no
tenía sangre en el labio—. Di que no te echaron al Fuegos, pero por poquito,
¿eh? Ya dime, ¿qué hiciste?
Aunque el
otro hubiera querido contestar, no habría tenido tiempo. La cara de Rojo se
iluminó por los faros del coche que se acercaba. El Spirit negro encabezaba un convoy al que también pertenecían dos
motonetas y una Voyager verde oscuro.
Los vehículos callaron, estacionados en un círculo alrededor de Rojo y el
muchacho que se dolía en el suelo. Todos los faros extinguieron su luz.
La puerta
del Spirit se abrió, del interior
salió la amable melodía de la trompeta de Louis Armstrong interpretando La vie en rose, preludio a la base de
acero inoxidable de un bastón. El muchacho sintió un rencor inmenso hacia ese
bastón y esa música, una elegancia innecesaria y estúpida, una pose fundada en
un poder invisible e imaginario.
En la oscuridad
de la noche, parecía que el traje que vestía el conductor del Spirit era negro, pero en fugaces asomos
de luz éste brillaba en un azul demasiado profundo, total. Pantalón, camisa,
corbata, chaleco, saco y sombrero todo en azul oscuro. La cara bien afeitada
excepto por el bigote, en un corte tan antiguo que lo hacía parecer mucho
mayor, aunque debía rayar apenas los treinta años.
—Ahí’stá
—dijo Rojo después de hacer una reverencia con la cabeza, a modo de saludo—.
¿Qué hizo?
El hombre
del traje le sonrió con simpatía.
—La
curiosidad no es siempre una cualidad apreciable, Rojo.
Por
respuesta, Rojo le sonrió alargándole la cajetilla de cigarros. El hombre de
traje tomó uno y Rojo se lo encendió, entre servicial y amistoso. Tranquilidad
en contraste con el muchacho que en el suelo empezaba a jadear con miedo. La
trompeta de Armstrong acompañó a la orquesta en la última nota de la canción,
antes de que uno de los conductores de motoneta se acercara al Spirit y apagara el radio.
—Mentiría
si no dijera que me decepcionas, Oro —dijo finalmente el hombre del traje.
—Pensé que
nos podíamos salir cuando quisiéramos —respondió el muchacho en el suelo.
—Pero no
así —dijo el hombre—. No de ese modo. Tu… pequeño exabrupto, por llamarlo de
algún modo, por poco y echa a perder los últimos seis meses de trabajo.
Oro estaba
visiblemente decepcionado.
—¿Qué?
¿Pensaste que ésa era nuestra única consola? —el hombre era aún más irónico y
provocativo que Rojo—. ¿Por quién me tomas? Hombre precavido vale por dos. Que
no se te olvide que las bombas PEM también fueron idea mía. Y en cuanto a la
base de datos, no es nada que no se pueda recuperar. Todo está en la red.
—No me
chingues, Oro —Rojo amarró la cadena alrededor de su brazo—. Estás cabrón.
—Como sea.
Dime cuánto es y yo pago los daños, pero ya no quiero estar involucrado —dijo
Oro.
—Estás
demasiado involucrado para claudicar, amigo —una seña de su mano y se escuchó
otra puerta abrirse. A Oro le bastó ver la tela satinada del muchacho que
bajaba de la camioneta para atar todos los cabos.
—¿Qué vas
a hacer?
—Lo que
cualquiera en mi posición haría —dijo el del traje—. Aplicar un correctivo.
Dame tu cartucho.
—Azul, por
favor…
—Rojo, si
eres tan amable.
—Órale,
pinche Dorado, coopera.
Oro
defendió con todas sus fuerzas el pequeño cartucho que llevaba en el cinturón,
protegido por una carcaza de doble poliuretano. Otra patada de Rojo en el
estómago le hizo desistir.
—Qué
tristeza —dijo Azul contemplando el cartucho dorado bajo la luz de la farola—,
ésta es una de las partidas más valiosas de toda la liga.
—No, Azul,
déjame… —a Oro empezó a faltarle el aire.
—Siempre
has sido y serás uno de mis mejores amigos, Oro; además de un valioso elemento
para la liga. Pero debes entender, no puedo arriesgarme a que otro incidente
como el de esta tarde se repita.
—Estás
exagerando —rogó Oro desde el suelo.
—Ah,
¿verdad que ya no es un juego? —dijo Rojo recargado en su Harley.
—¿Qué
vamos a hacer, Azul? —dijo con voz pastosa el otro que había llegado desde la
camioneta. Se arremangó el saco satinado color crema y dejó los brazos
desnudos, sólo con una pulsera de perlas en la mano izquierda.
Azul se
peinó el bigote con la mano y jugueteó con el bastón.
—Esta
partida ya está corrupta —una sonrisa entre simpática y resignada se dibujo en
la cara de Azul.
—¿Borrar?
—dijo el de saco crema.
—Azul, no
es necesario…
—No te
preocupes, Oro. No es lo que pensaba. No exactamente —y se volvió a una de las
motonetas—. Quiero que Negro y Blanco vean esto.
Rojo
prendió otro cigarro. Oro se aferró a los últimos pensamientos de esperanza que
le cruzaban la cabeza; Azul no hablaba en serio, todo era una lección para él y
para los demás. No se llega a líder sin un escarmiento de vez en cuando. Sólo
quería ponerlo como ejemplo. Por un momento creyó incluso que no pasaría a
mayores, pero la pequeña caja de herramientas en la mano del hombre del saco
cremoso le hacía dudar.
Al círculo
se unieron otras tres siluetas, pero más pequeñas. El más bajito de los nuevos
era casi un niño, y si no lo era, la sudadera y gorra amarillas eran una
parodia grotesca de síndrome de Peter Pan. Atrás de él llegaban otros dos un
poco más altos, exactamente el mismo tipo de playera, exactamente el mismo
pantalón de mezclilla y los mismo zapatos deportivos, las mismas muñequeras.
Eran muy parecidos, pero definitivamente no tenían relación consanguínea. Hasta
la cabeza rapada los hubiera hecho parecer gemelos que sólo se diferenciaban en
que uno vestía completamente de negro y el otro de blanco.
—Les puede
ir muy bien mientras sepan a quién respetar —dijo el niño de sudadera
Amarilla—. Si Azul da una orden, la cumplen; si Azul dice que callen, se
callan; si Azul dice que se sienten, se sientan. Azul podría ordenarles que
salten en un pie y ustedes lo tienen que hacer.
—Azul dijo
que le cuidaras el coche —interrumpió Rojo—. Ándale, grillo, date el rondín.
—Gracias,
Amarillo —Azul zanjó lo que podía volverse una discusión entre Rojo y el niño.
Éste, con la cara a medio berrinche, regresó cerca del Spirit negro. Azul se volvió hacia Oro—. La lealtad es una de las
cosas más importantes en una organización como la nuestra, muchachos. Implica
respeto y confianza; es la ordalía en que basamos todo cuanto hemos logrado.
—Azul, ya
pedí perdón.
—Y el
perdón te estoy dando, Oro. Pero no puedes esperar que tus actos queden sin
consecuencias.
Del interior del saco, Azul sacó un paquete
diminuto, no más grande que un pulgar. Un plástico blanco similar a los
envoltorios de pastillas de menta. Rojo soltó otra de sus risotadas.
—Ya te
chingaste, pinche Dorado.
Oro fue
incapaz de recuperar el aliento.
—“Lo que
Dios ha hecho” —dijo Azul, mostrándole la pastilla a Oro—. ¿Sabes quién lo
dijo? Fue uno de los primeros mensajes que Samuel Morse envió con el telégrafo.
Un invento de comunicación revolucionario, pionero de cualquier conexión a
distancia que te puedas imaginar. Eso es el progreso, Oro; es ser visionario. Otro
mundo sería éste si a Morse no se le hubiera ocurrido pasar mensajes a través
de cables, inventando un emisor, un transporte y un receptor, ¡hasta un
lenguaje! “Lo que Dios ha hecho”. ¿Te das cuenta? Es como si fuéramos antenas,
depósitos, si tú quieres. Ideas en potencia a la espera de una ráfaga de
inspiración. Y entonces una oportunidad, una como voz divina nos susurra al
oído “hazlo”. Todo en aras de avanzar, amigo.
—El Proyecto Líderes no es progreso. Es tu
delirio de grandeza.
—Efectivamente,
fue un desvarío. Por eso algunos datos que eliminaste no pensamos recuperarlos.
No los necesitamos para el Proyecto P.
Oro sintió
un hueco en el estómago y miró de refilón a todos a su alrededor. Azul le dio la
pastilla al del saco cremoso al mismo tiempo que otra silueta más se unía al
círculo. Miraron con calma su camisa color sangre y su chaleco negro, con la
misma calma que él los veía.
—¿Le
gustaría agregar algo, maestro? —preguntó Azul cortés pero con la amenaza
floreciendo en los ojos.
—No, señor
—repuso despreocupado el otro—. Simplemente quiero ver. ¿Puedes darme uno de
esos, Rojo?
El
motociclista le extendió la cajetilla; su interlocutor hizo un gesto con la
cabeza para que Azul continuara y éste llevó la mano a otra bolsa del saco. La
tensión fue general, todos los ahí reunidos (incluso algunos desde sus
vehículos) fijaron la mirada en la esfera que Azul sostenía frente a Oro: un
orbe no más grande que su puño, de cristal opaco y ambarino que reflejaba con
débiles destellos el alumbrado de la calle. Azul la sostenía con delicadeza y
orgullo.
—Ya sabes
lo que es, ¿no?
—¿F-funciona?
—preguntó Oro entre esperanzado y temeroso. La misma duda podía sentirse en
todos los demás.
—Casi.
Estamos a un paso de que sea completamente funcional. Y no voy a dejar que tu
cobardía lo derribe todo. Ábrelo, Perla.
El del
saco color crema tomó un pequeño desarmador de su caja de herramientas y sin
mucho problema abrió el cartucho dorado. Todo el cuerpo de Oro se volvió un
manojo de temblores y sudor frío. Y justo como los animales bajo amenaza, en el
punto en que se vio perdido, toda la rabia y el rencor de horas antes le
regresó al pecho.
—Se me
pueden olvidar muchas cosas, Azul, pero no puedes cambiar la forma de ser de
nadie.
—Puedo
intentarlo —Azul era una contradicción de calma frente a Oro—. ¿No te imaginas
lo que hay en el sobre?
Una vez
que tuvo el cartucho abierto, Rojo lo sostuvo frente a Perla mientras éste
abría el sobre de la pastilla. Entre sus manos brilló con debilidad una batería
de reloj nueva.
—Es
sorprendente “lo que Dios ha hecho”, ¿no? —Azul guardó la esfera en su saco.
—Deja de
creerte Dios —espetó Oro en lo último de su desesperación.
—Dios no
—repuso Azul—. Arceus.
Luego miró
a Perla y caminó hasta su coche, donde ya lo esperaba Amarillo. La vie en rose volvió a sonar entre la
tensión de todos; Negro y Blanco miraban atónitos a Perla, que movía el
desarmador dentro del cartucho dorado. Rojo y el otro siguieron fumando inexpresivos,
mirando a Oro cuya cara era el vivo retrato de la desesperanza, ya sin fuerzas
para correr ni pelear. En el cartucho se escuchó un ligero “crack” y éste
expulsó otra batería de reloj, más vieja, al mismo tiempo que el cuerpo de Oro
caía al suelo.