Capítulo II
El Gen
Víctor
se despertó con el brillo común de cualquier sábado por la mañana. Miró las
cortinas aclaradas por el sol mientras sus ojos se acostumbraban a estar
abiertos. Bostezó y con la diestra entorpecida por el sueño buscó algo cerca de
su cabeza. No estaba.
Aprovechó para estirarse mientras se giraba y luego buscó
entre la cabecera y el colchón, donde el peluche de charmander tenía la
costumbre de meterse durante el sueño de Víctor.
—¿Mala noche? —le preguntó al muñeco anaranjado, lo apoyó
sobre su pecho y lo miró un rato. Se preguntaba, como muchas otras mañanas, si
no sería hora de meterlo en el clóset, junto con otros recuerdos de su
infancia, o en una repisa, donde lo haría pasar por un artículo de colección.
Ni pensar en las veces que en su casa insistían que lo regalara.
Ese peluche era parte de un placer culposo. Y es que Víctor
ya no era ningún niño, como tanto le recordaban sus amigos, pero tampoco le
parecía coherente que un gusto que persistía por años le restara madurez. Tenía
un trabajo (freelance redactando artículos para diversos periódicos y
revistas), novia, sobrinos; en fin, responsabilidades.
Pero no podía evitar que los comentarios influyeran un poco
en su ánimo. A veces él mismo se sentía demasiado infantil. Sobre todo después
de noches como ésa, en que soñaba que gritaba órdenes de ataque a un pokémon
que no podía ver, pero sabía que estaba ahí, real.
Se levantó de golpe y prendió su lap top. Ya más despierto,
había recordado que esperaba ése sábado con ansia desde la semana anterior.
Diez treinta. Se había levantado temprano. Iniciar sesión. Google
Chrome. Facebook. Chat. El “Rubio” estaba conectado.
—Buenos días. ¿Sí se va a armar hoy? —le preguntó.
—Depende de ti. Si te preparaste, sí —contestó el Rubio
tras unos segundos.
—Pasé toda la semana completando el equipo.
—Cámara. Entonces te veo a las siete en Metrobús Colima.
Voy de salida. Nos vemos.
Aunque entre sus amigos no era el mejor o el más antiguo,
el Rubio había simpatizado con él desde la primera vez que hablaron, seis meses
atrás, mientras esperaban su cheque en las oficinas de redacción de una
revista. El Rubio escribía reseñas de libros y Víctor artículos sobre partidos
políticos. No fue difícil que congeniaran, apenas se sentó, el Rubio sacó del
pantalón una consola Game Boy Advance SP color cereza y jugó con el volumen
alto. Víctor reconoció de inmediato la música de batalla.
Como coincidían pocas veces, el grueso de sus pláticas eran
por Chat. Ahí el Rubio le había contado que los sábados los pasaba entre retas
de entrenadores de la vieja escuela, mirando peleas entre versiones que no
conocían la conexión a Internet.
—Prepara un equipo de primera a tercera generación y te
llevo —le había dicho el Rubio después de que Víctor le insistió que quería
saber dónde jugaba. Así que desempolvó su versión dorada y puso a cargar sus
consolas.
El tostar del huevo y la salchicha en el sartén le avisaron
que el desayuno estaba siendo preparado. Se cambió y salió con hambre del
cuarto, no sin antes acomodar al charmander sobre la almohada.
De
camisa azul marino y pantalón de mezclilla, a las siete en punto Víctor miraba
el tránsito sobre Insurgentes. Repasaba todos los negocios a su alrededor y
trataba de adivinar a dónde lo llevaría el Rubio. No vio algo similar a una
plaza de la computación o un local de videojuegos y cartas de estrategia. “Ha
de estar más escondido” pensó y un pequeño escalofrío le cruzó en la boca del
estómago, pero lo reprimió de inmediato.
Del mismo modo, contuvo en impulso de tomar el Game Boy Advance que pidió prestado a su
sobrino y revisar su equipo. ¿Qué pensarían de él los transeúntes? Recordó el
sueño en el daba órdenes a un haxorus invisible y una voz dentro de él le
insistió “ya madura”.
—¿Ya estás listo? —el Rubio lo sacó de sus cavilaciones. La
camisa color vino, el chaleco rojo oscuro y el pantalón negro eran bastante
llamativos como para distraer la atención del SP que en esos momentos cerraba—. Perdón la tardanza.
—No hay pedo —Víctor lo saludó—. ¿Qué, a dónde vamos?
El Rubio era serio por naturaleza, pero el silencio que
guardó después de la pregunta de Víctor hacía pensar que no estaba muy seguro
de lo que iban a hacer.
—Ven —dijo finalmente palmeándole el brazo—. Mira, tal vez
haya algún problema, pero nada serio, tú no te alteres, ¿va?
—Ah. Yo no sabía…
—No, osea, nada malo. Es que ahí son medio especiales.
Cualquier cosa que te digan tú no les respondas y diles que vienes conmigo,
¿va?
—Cámara.
Y Víctor rió por dentro. Mucho tiempo tenía jugando como
para imaginarse la clase de personas que habría en el lugar, todos vestidos
como caricaturas japonesas, con nombres que no eran los suyos y poniendo reglas
absurdas para sentir que por unos momentos estaban arriba de alguien, aunque en
su vida real no eran nadie. Eran esa clase de cosas las que hacían pensar a
Víctor que tal vez sí era un inmaduro. ¿Y si él era como ellos?
Pero no era nada de lo que esperaba.
El Rubio caminó con el un par de calles sobre la Avenida,
luego doblaron en una esquina y no muy dentro de la calle, se detuvieron frente
a un Bar de esos que mezclan el ambiente de cantina clásica y el lounge. Un letrero de neón morado
nombraba al lugar “El Gen” e
iluminaba una hilera de motocicletas estacionadas frente a la entrada, que eran
un par de escalones en descenso. “El Gen”
estaba hundido en el nivel de la calle, y detrás de las letras dos medios
círculos rojos, también de neón, hicieron a Víctor pensar en un par de ojos.
El Rubio bostezó.
—Necesito beber —dijo entre parpadeos.
—¿No dormiste? —le preguntó Víctor. De nuevo recordó su
sueño.
—Noche larga, nada que un whisky no me calme. ¿Tú tomas
algo?
—Va, una chela —dijo Víctor y los dos entraron.
“El Gen”, como podía esperarse, estaba a medio llenar, pero la noche de sábado
era joven. Pequeño, de mesas compactas y sillas de estructura tubular, se
iluminaba con lámparas que colgaban del techo y velas individuales que
sostenían la carta. La música baja ambientaba el aire de intimidad, donde igual
se podría tener una cita que una reunión de amigos. Víctor buscó una mesa donde
los clientes tuvieran el tipo de jugador, pero no había ni una consola o carta
sobre las mesas.
Se acercaron a la barra.
—Déjame pedir —le dijo el Rubio.
—Si quieres acá nos quedamos —dijo Víctor amable, pero
resignado por dentro—, si no querías ir para allá, no hay pedo.
El Rubio le sonrió.
—Ahorita vas a ver.
—Qué pedo, Rub —el barman se paró malencarado del otro lado
de la barra.
—Etiqueta roja con gas y una León.
El barman miró a Víctor con el ceño fruncido y habló en voz
baja con el Rubio. Víctor se empezó a incomodar. Después de dos o tres
preguntas, el barman se dirigió a él.
—¿Cómo te llamas?
—Eh, Víctor.
—No —el barman era muy impaciente—, ¿así te llamas?
—Legolas —intervino el Rubio—. Es Legolas.
—O Lego —dijo Víctor. Tal vez debía registrar su nombre de
entrenador.
—Es tu responsabilidad, Rub —sentenció el barman—. Ahorita
les mando su orden.
El Rubio agradeció y guió a Víctor hasta el fondo del
lugar, donde cruzaron la puerta de “Sólo personal autorizado”.
Entraron a un pasillo pequeño, que a la izquierda daba a una
bodega con artículos de limpieza, y más al fondo, a otra puerta de aluminio que
tenía grabado en la misma tipografía del nombre del bar “Gar” y el bajorrelieve de una amplia sonrisa. Ahí sólo llegaba el
rumor sordo de la música de fuera y las risas de la gente, todo mezclado y
distante.
—Para cualquier cosa, te llamas Legolas o Lego, ¿va? Sígueles
la corriente. Ya sé que muchas cosas pueden verse exageradas, pero estos se lo
toman muy en serio. Más bien, es muy serio, entonces no vayas a sacarte de
pedo, ni les armes bronca y otra vez, cualquier cosa, vienes conmigo.
—Cálmate —le dijo Víctor riendo—, he ido a un montón de
convenciones. Sí sé lo intensitos que son los freaks.
—No. Todavía no sabes —le dijo el Rubio y fue a abrir la
puerta de aluminio.
Les llegó el rumor de una guitarra tocando en vivo, el
Rubio le hizo una seña y cuando entraron una batería acompañaba la melodía
parsimoniosa y cadente que hacía recordar una película de espías.
En verdad, Víctor no se lo había imaginado.
En una sala más amplia que la principal, los focos
colgantes estaban cubiertos con pantallas en forma de voltorb y las paredes
estaban cubiertas de afiches de todas las versiones del juego; del lado
izquierdo, una tarima sostenía al guitarrista de mezclilla satinada en plata
que tocaba la guitarra en notas melancólicas y dolidas sin abrir los ojos, una
baterista de ropa similar le hacía segunda, ambos con el cabello largo y
oscurecido con un solo mechón argénteo. Detrás de ellos, una pintura al óleo
representaba la última cena, pero Cristo y los apóstoles habían sido
remplazados por Arceus y un manojo de pokémon legendarios.
No había mesa desocupada. Decenas de personas se
amontonaban alrededor de diferentes mesas entre gritos y maldiciones que llenaban
el lugar envuelto en una cortina de humo de cigarro. Los meseros recordaron a
Víctor el uniforme del trío elemental del gimnasio de Striaton City y repartían bebidas y botanas entre los grupos atentos a duelos de cartas de estrategia,
otros más jugaban con sus consolas DS en minijuegos inalámbricos y otros más
conectaban sus Game Boy Advance con
cables cada vez más extraños de ver.
Las mesas de las orillas tenían la vista más privilegiada,
consolas de cubo y 64 conectadas a pantallas planas que semejaban la única
vista que parecía de ventana en ese lugar que sólo tenía ventilas para que los
comensales no se ahogaran entre su propio tabaco.
Los freaks
enfermizos e inmaduros no tenían lugar ahí. En su lugar había jugadores que
apostaban desde una cubeta hasta dos billetes en un duelo. Los que sólo veían armaban
su quiniela y celebraban los triunfos de sus campeones, o maldecían sus
derrotas.
—Como verás, está lleno —le dijo el Rubio subiendo la voz
por la música—, por eso no podemos invitar a cualquiera.
—¡Rubí! —gritaron desde una mesa al fondo, una mujer bajita
con el cabello pintado de azul lo saludaba con emoción, y al lado de ella, un
tipo gordo, calvo y barbón levantaba una carta—. ¡Me debes la revancha! ¿Qué
traes?
—Fuego y metal, como siempre —dijo el Rubio sacando una
baraja de su chaleco.
—¡Pues muévelas, porque ya vas perdiendo! —dijo el gordo y
todos en la mesa rieron. Un mesero llegó con las bebidas de Víctor y el Rubio.
—Voy a atender este asunto —le dijo el Rubio—, si quieres
date una vuelta, a ver si armas reta. Sirve que ya tenemos lugar.
Rubio fue a reunirse con el grupo y Víctor, o más bien,
Lego, paseó su cerveza frente a las pantallas donde retadores de primera a
tercera generación peleaban en tres contra tres. Hacía años que Lego no veía
batallas como esas, el tiempo y los gastos que conlleva crecer le hicieron
vender sus primeras versiones y había dedicado tiempo a la quinta generación, y
la nostalgia lo hizo sentirse realmente a gusto entre otros que compartían sus manías,
no sólo jóvenes, sino de su misma edad e incluso, alguno que otro mayor.
El grupo más cercano rompió en gritos de admiración. Dos
jugadores enfrentaban sus versiones de tercera generación.
—Oficialmente, mi estimado compañero, podrá usted chingar a
su madre —dijo el más joven de los dos entre las risas de todos, y a su
oponente no le hacía la más mínima gracia.
El shiftry del equipo ganador se mantenía completo frente a
un alakazam sin esperanzas. Aún alargó la derrota algunos turnos más entre Calm mind y Double team y la paciencia del entrenador del alakazam se ponía en
juego.
—¡Órale, ya, cabrón, toma tu dinero y ya! —gritó el otro
entrenador.
—Oh, chinga, ‘tamos chupando tranquilos, ¿no? —y el shiftry
remató con Shadow Ball—. ¡Tómala,
putón! ¿Quién dijo que no? ¿Quién dijo que no?
Y el entrenador se levantó bailando mientras cobraba el
dinero de los perdedores. A Lego le causó gracia y simpatía.
—¿Tú qué, juegas? —le preguntó el otro guardándose el
dinero.
—No traigo de tercera —dijo Lego, un poco tímido.
—No hay pedo, hay pa’ todos, hay pa’ todos —dijo y los de
alrededor rieron y pidieron otra cubeta al mesero—. ¿Qué traes, cuarta, quinta?
—Sí. Y segunda.
—Ah, no mames, ¿a ver? —el entrenador se acercó a él y miró
con alegría la versión dorada de Lego—. A huevo. La mía se la di a mi carnal,
pero creo que ya ni la usa, ¿qué días vienes?
—No sé. A lo mejor el otro sábado.
—¿No sabes? Ah, cabrón, pues si eres nuevo, ¿verdad? ¡Hey!
—le gritó al mesero—. ¡Una chela de novato!
Los que iban con él rieron.
—No gracias, no tomo mucho —dijo Lego un tanto cohibido.
—Es en buen plan —le dijo el otro—. Sirve que te integras,
mira, yo soy Chimalltlin.
—Qué tal, Lego.
—¿Lego? ¿Como los cubos?
—No, de Legolas —dijo, hace años no oía ese mal chiste.
—Ah, ya. Pues dime Chima, porque la mayoría de estos
ignaros no saben cómo decirlo completo.
—Oye —gritó otra voz cuando la música se detuvo, todos en
el lugar voltearon a la baterista de la banda—, ¿tú eres nuevo?
Lego no supo contestar de inmediato, el silencio repentino
le hizo sentirse culpable y se volvió hacia la mesa del Rubio. Éste se levantó
con calma.
—Viene conmigo, Alma.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó la chica.
—Víc… Lego. Eh, Legolas.
Ella se volteó hacia el guitarrista, que se había sentado
en la tarima, puliendo su guitarra.
—¿Traes de segunda?
—Alma, pedí permiso —dijo el Rubio.
—No hay problema, Rubí —dijo la chica, aunque su seriedad y
tono apático parecían indicar lo contrario—. ¿Qué versión traes?
Lego miró al Rubio y éste asintió.
—Dorada —dijo Lego.
La chica sonrió con la comisura del labio y miró a su
compañero. El guitarrista, un tipo pálido y con los ojos pintados de negro
movió el piercing de su labio en un
gesto de confianza.
—Bueno. El nuevo se va a estrenar —dijo la chica y todos
empezaron a aplaudir—. Vas contra Plata.
Y los aplausos se volvieron gestos de burla y tensión. Los
que jugaban cartas se apresuraron a recoger sus barajas para evitar pérdidas,
otros más dieron por interrumpidos los duelos. Lego se puso nervioso, era obvio
que todos conocían al tal Plata.
—Yo soy segundo de Plata —dijo la chica—. ¿Quién es el
tuyo?
—Yo, Alma —se levantó el Rubio.
—No, Rubí, tú no puedes. No me importa si es nuevo, reglas
son reglas —dijo la chica sonriendo—. ¿Qué, nadie?
Lego no sabía qué contestar, no sabía ni lo que le estaban
pidiendo, era nuevo y no conocía a nadie.
—Cámara, yo soy su segundo —dijo Chimalltlin a espaldas de
Lego—. Yo le hago el paro.
Y las mesas se empezaron a mover mientras los meseros
acomodaban un Nintendo 64 cerca de la
tarima.
—¿Qué pasa? —preguntó Lego con sonrisa confusa hacia el
Rubio.
—Sólo haz lo tuyo y cálmate —le gritó el Rubio al lado de
la chica de cabello azul.
—Yo te guío, nuevo —le dijo Chimalltlin—. Tú sin pedos, si
no le ganas no hay tos, no conozco a nadie que le haya ganado a alguien de la
Liga en su primera vez.
—¿La Liga? —era demasiada información para Lego.
—No mames, eres bien virgen —le dijo Chimalltlin entre
risas—. Al rato te cuento bien, ahorita a écharle ganas, ¿va? Rífate como el
santo.
—Bueno —dijo Lego y un mesero le entregó un Transfer Pak en las manos.
—¿Cuánto varo traes? —le preguntó Chimalltlin.
—¿Dinero?
—Los de la Liga apuestan duro, cabrón.