Capítulo IX
Oro
Entre los
caprichos de la suerte y la experiencia ya engrasada de Legolas, la batalla con
Cristal estaba resultando mucho mejor que la que tuvo contra Plata. Cuatro
pokémon habían caído de cada equipo, y en ese momento el Mewtwo de Lego se
batía contra Mouhnood, el Houndoom
del mago.
La velocidad del clon legendario le permitió reducir la vitalidad del can
del infierno con un ataque eléctrico, pero la ley de los tipos es inamovible; Mouhnood tomó ventaja rápidamente con Crunch y a pocos puntos de vida, el perro
hizo caer a Mewtwo. Aún así, Lego se sentía seguro pues le quedaba un Umbreon
perfectamente sano que perdió muy poco de vida antes de rematar al Houndoom con
un sencillo Mud slap.
—¡Este juego está por terminar! —rió Cristal con gusto—. En la muerte
súbita puede pasar cualquier cosa. ¡As de diamantes!
Una carta salió de su manga y se elevó hasta las varas del teatro en el
momento en que alguien había presionado los controles para llamar al último
pokémon del líder: Nuisuce, el
Suicune de Cristal.
Chimalltlin y Don Pepe habían terminado su duelo (con una nueva victoria
del retador) y ahora veían la batalla desde la primera fila, bolsa de palomitas
en mano.
La alta defensa de Umbreon le hizo resistir aún el Hydro Pump de Nuisuce, el
eon atacó con Shadow Ball; el perro
legendario repitió su ataque que falló entre las carcajadas de Cristal y
Umbreon volvió con Faint Attack.
Lento pero seguro, la oscura evolución de Eevee
fue ganando terreno y, con una cantidad nada despreciable de vitalidad,
terminó por derribar al último pokémon de Cristal.
Una especie de fanfarria resonó por segunda vez en el teatro (la primera
fue en la victoria de Chimalltlin) y las luces volvieron a encenderse. Legolas
bajó del segundo piso de las butacas y se acercó al escenario. De los telones
de fondo salieron los asistentes (actores y actrices de la misma obra que Lego
y Chima habían visto antes del duelo) y entregaron a los retadores sus
cartuchos.
—No vienen muchos jugadores de segunda generación —le dijo Cristal—, y la
verdad, estoy feliz de que el que viniera fuera tan bueno como para vencerme.
Te ganaste esto.
Cristal sacó de uno de sus bolsillos algo muy similar a una tarjeta de
crédito miniatura, del largo de un dedo y completamente transparente, un
resplandor azulado y algunos brillos recorrían la superficie de la tarjeta. En
un bajo-relieve apenas perceptible, estaba escrita la palabra “Cristal”.
—La medalla que comprobará tu victoria en este lugar. Sinceramente,
espero que no la pierdas.
—No, no, voy a guardarla bien.
—Así no, güey —le dijo Chima—. Osea, que no la pierdas en una pelea. Si
te gana otro líder, se la tienes que dar. Es la quinta vez que vengo por ésta.
Chimalltlin enseñó una tarjeta del mismo tamaño, pero no era traslúcida y
su color era verde muy brillante. La medalla Esmeralda.
—¿Pues qué? ¿Unos tacos para celebrar? —propuso Don Pepe palmeando la
espalda de Chimaltlin.
—Vayan ustedes. Yo tengo mucho que arreglar aquí —dijo Cristal—. Lego,
espero no cedas en el reto. Debes ser el primero en meses que llega hasta aquí,
sería una pena que por aburrimiento o desidia perdiéramos a un retador tan
bueno. Espero no volverte a ver hasta el duelo contra el Campeón de segunda
generación.
—¿Quién es el Campeón?
—Ya lo decidiremos —dijo el mago alejándose—. Buena suerte, retador.
—Vamos, que ya hace hambre —dijo Chima guardando la tarjeta en su
cartera.
Pulmón se
partía la cabeza frente al archivo de computadora, pero sin impacientarse. El
monitor desplegaba un plano de circuitos electrónicos, resistencias y chips,
series numéricas para comprar el componente necesario. De la máquina portátil salía
un cable por el puerto USB hacia una tarjeta madre sin coraza protectora.
Frente al muchacho, desarmadores de tamaños pequeños acompañados de sus
tornillos, pinzas de corte, cautín y soldadura, tabletas de circuitos
conectadas unas a otras. La computadora reposaba sobre una rejilla bajo la cual
había puesto un par de bolsas con hielo, lo que permitía una rápida
ventilación, de otro modo, la máquina se habría sobrecalentado hace ya tiempo.
Entre la maraña de circuitos y partes, lo único que era claramente
diferente era una consola Nintendo DS clásica, en color azul bastante
deslucido. Pulmón pasaba del internet a la ventana de programación similar al
MS-Dos. Tecleaba con rapidez, golpeaba el botón Enter y esperaba. El único que
lo había guiado en la empresa titánica que era crear ese nuevo aparato ahora
estaba desaparecido. Pulmón estaba seguro de que Oro no había muerto, pero se
imaginaba que había sufrido un destino más torcido y oscuro.
La pantalla dio respuesta, el muchacho tecleó con energía nuevamente y
verificó las conexiones de los circuitos. Mientras el programa cargaba, volvió
a internet y escribió un correo en clave, no podía arriesgarse a que rastrearan
las direcciones de los contactos de Oro, y lo envió. Había en México un
entrenador al que Oro le habría confiado la ayuda y era deber de Pulmón encontrarlo.
Algo se encendió en la pantalla del Nintendo-DS. Pulmón lo levantó, puso
otra bolsa con hielo y una delgada telilla y dejó la consola sobre ellos. La
energía que se estaba usando era impresionante, no entendía cómo los Líderes
habían conseguido desarrollar esa tecnología. Se levantó hacia el estante
detrás de él y tomó un cartucho viejo, uno que no había jugado en mucho tiempo.
El tamaño era por mucho exagerado, muy distinto a las tarjetitas a las que
estaba acostumbrado por la cuarta generación. La carcasa azul le hizo
estremecerse, la estampa de Blastoise en la portada sonreía con malicia y le
hizo recordar que si una mente había sido tan inteligente como para desarrollar
un plan tan intrincado e imposible, podría estar adelantándose a él, y
seguramente lo estaría buscando.
Olor a carne
frita, vapores de grasa y salsas sobre camas de pápalo. Don Pepe, el líder
Esmeralda, se había ofrecido a invitar a ambos retadores un desayuno sabroso
aunque de higiene dudosa.
—¿Y qué, Lego, desde cuándo andas retando?
—Apenas ayer me llevaron al Gengar.
—¿Fue el Chima?
—No. Un amigo mío. El Rubio.
—¿Ruby? —don Pepe sonrió con sorpresa—. Ése no le habla a nadie, ¿dónde
lo conociste?
—Trabajamos juntos en un periódico.
—Ah, pu’s qué pinche Ruby tan raro. Han de ser muy cuates, ¿no?
—Pues…
Legolas no se había detenido a pensar en su trato con el Rubio. Habían
hablado muchas veces, habían bromeado e intercambiaban información, tanto del
trabajo como de Pokémon, pero no recordaba en sí que se trataran como “amigos”.
Esto, en realidad, podría tenerlo sin cuidado si no fuera porque Don Pepe había
tocado un punto clave en todo esto: ¿por qué el Rubio se había fijado en él?,
¿para qué lo había llevado al Gengar? Y como podía tratarse de un elogio a las
cualidades de combate de Lego, también podía ser por malas intenciones. Después
de todo, había visto el lugar clandestino en que se reunían y Rojo no parecía
ser el más recto de los negociantes.
—Pa’ mí que quiere contigo —le dijo el Chima con el bocado entre los
dientes.
—¿Y ‘ora, qué van a hacer? —les preguntó el líder Esmeralda.
—Pu’s no sé. Hoy no encuentro a ninguno de los otros de tercera. ‘Ora
hasta el martes que encuentre a Zafiro en su taller. ¿Tú, Lego? ¿Te avientas
otro?
—No sé. Déjame ver —Lego empezó a buscar el papel en su bolsillo.
—De segunda hoy encuentras a Oro —le dijo el líder—. Pu’s… no estará a
más de una hora de aquí. Es por el sur, según yo.
—Sí, allá en Pericoapa —rectificó Lego en el papel.
—Si te avientas yo te acompaño —dijo el Chima antes de tomar de su
refresco—. Vi algunas veces al Oro, estaría chido saludarlo. Es re buen pedo,
me cae bien. ¿O no, Don?
Pero el Líder no contestó. Miró con seriedad a Chima, luego sonrió y
desvió la mirada para pedir otra orden. Lego y Chima no supieron cómo tomar ese
gesto.
A miles de
kilómetro de distancia, Pulmón conectó el cartucho a una base creada por el que
a su vez, se conectaba con el Nintendo DS. Tecleó varias veces en la
computadora, desconectó el internet para acelerar el proceso. Sentía el tiempo
encima.
Una vez que el cartucho estuvo dentro, encendió la consola y en la
pantalla apareció el símbolo inigualable de Game
Freak, pero de un modo antiguo, con música de ocho bits. El juego en su
primera versión arrancó frente a los ojos del chico.
Miró en la computadora, el nombre, el avance, todo se estaba registrando.
Ahora sólo debía jugar un poco y esperar la llegada al centro pokémon para
probar que las batallas en línea fueran activadas, así como la compatibilidad
con otras generaciones.
A media
tarde, Lego y Chima bajaban del camión que los había dejado frente a Pericoapa
y buscaban el local que les indicaba el mapa con la ubicación de los Líderes de
segunda generación. Anduvieron entre corredores llenos de escaparates en
blanco, mercancía original cuyo precio era más barato que en tiendas
autorizadas, locales amplios de zapatos deportivos, ropa, peluches, regalos,
mascotas, adornos, joyería. Videojuegos. Pensaron que Oro debía estar en alguno
de ellos, pero cuando llegaron al número 117-B encontraron que era de tarjetas
de colección.
—Perdón… eh… estamos buscando a… Oro.
Detrás del escaparate, un muchacho vestido de azul brillante revisaba
carpetas llenas de cartas, se había construido una fortaleza hecha con barajas
de toda clase de juegos, y detrás de él se alzaba un mostrador con un ejército
de figuras de plomo y miniaturas de súper héroes.
—¿A Oro? —el muchacho se veía contrariado—. ¿Por qué?
—Viene de retador —dijo Chima—. Mira, enséñale tu versión.
—¡Ah! Vienen a retarlo, está bien —el muchacho se agachó en el mostrador
y abrió una puertezuela bajo él—. Bienvenidos a nuestro humilde castillo,
adelante. Ya saben, ninguna seguridad es mucha. Permítanme.
El local no era muy amplio y Lego se sentía más bien apretado en él. Veía
que alrededor la gente pasaba y temía que lo vieran en ese lugar tan extraño,
pero un local de tarjetas de combate en medio de tiendas de tenis y bolsas no
podía llamar tanto la atención. La gente prefería ignorarlos. El dependiente se
agachó del otro lado y abrió una trampilla en el suelo. Una luz tenue salía de
ahí, blanquecina, como la de un televisor encendido.
—Ahí abajo. Suerte.
Chima y Lego se miraron mientras el dependiente les sostenía la puerta de
la trampilla. Lego no se movió, así que Chima avanzó antes y, sentándose
primero en el hueco, procedió a bajar por la escalera de mano. Lego, un poco
embarazado, lo siguió. Cuando iban a medio camino de la escalera, vieron que la
luz del exterior se extinguía. El muchacho había cerrado con cuidado la puerta
de la trampilla. Legolas se cuestionó sobre su prudencia. Sin problemas, todo
aquello pudo haber sido armado para secuestrarlo y él habría ido a meterse a
ese lugar por voluntad propia. Pero eso sería solo lo más irreal que habría
visto hasta el momento.
En el sótano no había nada. Estaba sumido en una perfecta oscuridad, sólo
una pantalla inmensa frente a la cual, un muchacho de rompevientos dorado
jugaba Donkey Kong Country sentado en
el suelo. El sonido del videojuego era envolvente, pero no atronador. El
muchacho no parecía haberse dado cuenta de la llegada de los visitantes.
—Oye… perdón —carraspeó Chima—. Vienen a retarte. ¿Oro? ¡Oro!
En la pantalla la imagen se congeló y por las bocinas pudo reconocerse el
sonido de Pause. El muchacho se
levanto, se acomodó el rompevientos y dio la vuelta.
—Mi nombre es Lego, y ven…
Legolas se interrumpió, fulminado por la mirada del chico. A Chimalltlin
también le había impresionado. Su expresión era de ojos vacíos, inmóviles, la
cara inerme. Y cuando centró la vista en ellos, incluso tuvieron un viso de
crueldad, una frialdad que no era común en un muchacho de su edad. Chima no supo
qué era, pero aquél muchacho, aún siendo el mismo Oro que había visto, ya no
era igual. Éste estaba vacío.
De nuevo una
mesa llena de herramientas, pero éstas más complejas, más grandes, cables más
gruesos y unas manos más experimentadas trabajaban en un descubrimiento insano.
Al fondo, el equipo de sonido reproducía Sing,
sing, sing de Benny Goodman. Al ritmo animado de la música, el hombre de
barba de perilla se había quitado el saco azul y la corbata, el sombrero
reposaba a lado de un Nintendo DS que no se veía en el mercado y su camisa
arremangada estaba cubierta por el sudor de la emoción.
El hombre tomó su celular, dejó presionada una tecla y esperó el tono de
llamada. Cuando alguien contestó del otro lado de la línea, el mensaje fue
claro.
—Perla, prepara una conferencia para hoy en la noche y llama a asamblea.
Está lista.
Y colgó. Pero no podía esperar a la noche para probar su eficacia. Debía
ser en ese momento. Tomó el Nintendo DS y lo conectó a la computadora. A siete
metros de distancia de él, sobre una mesa, una esfera de unos doce centímetros
de diámetro reposaba con un único cable grueso saliéndole del centro.
Azul activó la computadora, se oyeron ventiladores y chispas, la
electricidad fluyó e imbuyó de energía a la Pokésfera de la mesa. Azul se
retorció con un ligero dolor en la cabeza que, si bien no era insoportable,
tampoco eludible. Cuando la secuencia acabó, Azul se acercó a la mesa
frotándose una sien con los dedos, pero con la sonrisa más amplia que hubiera
esbozado en su vida.
Tomó la pokésfera, la desconectó de la computadora y la contempló en su
mano. Poco a poco, el brillo azulado se iba desvaneciendo, y el artefacto se
enfriaba. Un escalofrío de excitación le recorrió el cuerpo antes de lanzar la
pokésfera al suelo y decir con una voz llena de crueldad y satisfacción:
—Blastoise, ve.