La conferencia
No hubo mayor
parafernalia. No hubo aparatos insertados en instrumentos como con Plata ni
efectos lumínicos como en el teatro de Cristal. Oro fue hasta el televisor
enorme y apagó el Super Nintendo que
hasta ese momento se había mantenido en la oscuridad por el brillo del inmenso
televisor. Iluminado por la estática de la pantalla en espera, Oro extendió una
mano abierta hacia Lego.
—Tu cartucho.
Lego le tendió el juego con más incomodidad que confusión. “Es una pelea
y ya” fue el pensamiento que le tranquilizó. Oro insertó el cartucho del recién
llegado. Dos versiones doradas descansaban en los Transfer Pak insertados en los mandos de Nintendo 64.
—Lamento no poder ofrecerte una batalla en forma —dijo el muchacho del
rompevientos dorado cuando se sentaba después de encender la consola—. Mi juego
se borró hace poco y no tengo el equipo a tope.
—Puedo regresar otro día —dijo Lego, no como sugerencia, sino como
anhelo.
—No. Estás aquí y debemos pelear. Es la regla. La culpa es mía por no
terminar mi entrenamiento…
Las últimas palabras las pronunció con lentitud y dolor, como si un dolor
de cabeza le hubiera presionado al final de sus palabras. Lego lo miró
preocupado, pero el muchacho no quitaba la vista de la pantalla. Después el
retador se volvió hacia Chima que se encogió de hombros y se sentó dos pasos
más allá de Lego, que prefirió seguir de pie y no perder de vista la trampilla
que se elevaba a unos cinco metros sobre el piso del sótano en el que estaban.
Los pokémon de Oro apenas superaban el nivel sesenta. Lego sabía que al
ser una competencia de la Liga del Centro, habría dinero de por medio. Oro
debía tener apenas un par de años menos que él, pero aún así le asaltó la idea
de estar estafando a un niño.
—Si quieres yo uso tres… —empezó a decir Lego.
—Seis contra seis, esa es la regla —espetó Oro con seriedad—. Y las
reglas deben seguirse.
Un nuevo dolor se hizo patente cuando el niño parpadeó varias veces.
En el momento en que la voz del narrador virtual anunciaba el duelo en el
Pokémon Stadium 2, Lego tuvo dos
certezas: primero, que ése sería el duelo más fácil (y por lo tanto, más
aburrido) que habría tenido en mucho tiempo; segundo, que después de pelear
contra ese muchacho, todo cuanto había visto (el Gengar, la Liga, los aparatos)
sería poco comparado con lo que venía.
Tauros nivel cien contra XA-, el Xatu de Oro, nivel sesenta y uno. El
principio del fin.
En el piso
veintidós del edificio Carrot Tower en
el distrito Setagaya, en Tokio, existe una amplia oficina dividida en
confortables cubículos donde se tratan asuntos de suma importancia para un gran
sector de la población y completamente inútiles para otro. Poco más de setenta
personas laboran ahí, frente a sus computadoras o restiradores, contestando
teléfonos y correos electrónicos, desarrollando programación y diseñando
imágenes ultra secretas con un estricto filtro de seguridad. Como podría
esperarse, los cuarteles generales de Game
Freak reciben a diario una cantidad inmensa de información de todo el
mundo, desde publicaciones en blogs desconocidos hasta cartas de fanáticos
escritas para el mismo Satoshi Tajiri, en donde jugadores de todas las edades y
nacionalidades escriben halagos y reprimendas por igual.
También es en esa oficina donde se mantienen al tanto de la actividad de
la conexión a internet entre consolas. Un selecto grupo de programadores fungen
como policía de “La Nube” y alertan a la población virtual de cualquier mal uso
del juego, desde ladrones informáticos hasta traficantes de pokémon hackeados.
Programando una serie de algoritmos, pueden identificar consolas trucadas,
juegos viciados, información clonada y sin más, optar por la solución más
pacífica para todos: borrar la información maliciosa.
Esa mañana, el señor Shigeki Morimoto, uno de los principales cabecillas
de Game Freak, había recibido un
correo con una noticia que quería interpretar como buena. Él y su equipo de
programadores llevaban cosa de tres meses buscando a un hacker que se había
infiltrado de maneras extrañas en lugares que habían huido del interés general.
Las únicas pistas que tenían eran que el sistema operativo del hacker era
idéntico al de una consola de Nintendo y que no había recopilado información ultra
secreta (no era otro de esos típicos fanáticos que quería filtrar información
de los próximos juegos), más bien parecía interesarle la programación misma del
juego, cosa que no era para menos. Morimoto hablaba siempre con orgullo del
modo en que todos los que estaban en el consejo directivo de Game Freak conocían al dedillo la
programación de los algoritmos para el combate, los tipos, las animaciones,
todo lo que envolvía la esencia del juego. Mas que celarlo, a Morimoto le
intrigaba qué es lo que el misterioso Hacker podía estar buscando.
El correo que su secretaria le entregó llegó alrededor de las diez de la
mañana desde una computadora portátil con IP no rastreable y ya traducido, no
resultaba en un mal japonés, pero tampoco fluido. A grandes rasgos, el mensaje
codificado indicaba que el Hacker se pondría en contacto con Morimoto alrededor
de la una de la tarde y (en esto hacía énfasis el misterioso mensajero)
mientras más miembros de Game Freak
hubiera en esa conferencia, resultaría más conveniente para todos.
A media tarde, un buen grupo de los programadores más allegados a
Morimoto, además de su amigo y también cabecilla del consejo, Motofumi Fujiwara,
se acomodaban en la sala de conferencias para lo que Morimoto les había
anunciado como una “negociación”. Conocía perfectamente las intenciones de que
el hacker se pusiera en contacto con ellos, debía ser una especie de espía
industrial que se ponía en contacto con ellos para pedir alguna recompensa a
cambio de información. El plan de Morimoto era sencillo, usando lo mejor de su
equipo (humano y electrónico) mantendría al hacker en línea el tiempo
suficiente para rastrearlo y contraatacar. Si se enganchaba a la computadora
del espía, podía desprogramarla, desconfigurarla, robarle la información,
bloquearla o cualquier cosa que se le ocurriera. Podía inyectarle un eterno
protector de pantalla de Justin Bieber bailando que sólo podría ser destruido
junto con la tarjeta madre de la computadora.
A las 13:01, hora de Tokio, se hicieron las conexiones pertinentes, se
recibió una misteriosa petición de videollamada desde un servidor particular
que los filtros de antivirus detectaban como “potencialmente peligroso”. Pero
Morimoto no temía a los virus, él mismo conocía la programación de muchos.
Sabía que el hacker no atacaría por ese lado.
Para su sorpresa y la del resto de los hombres ahí reunidos, la imagen no
estaba distorsionada ni mucho menos: claramente vieron una silla plegable negra
frente a una pared gris y a través de las bocinas podían oír una trompeta
acompasada que uno de los hombres identificó como la de Louis Armstrong tocando
I get ideas.
A los pocos segundos, un muchacho entraba a cuadro. Sin la habitual cara
cubierta o distorsionada por la cámara, sin nada que escondiera su identidad.
Algunos de los hombres de Morimoto sonrieron confiados mientras uno de ellos
había arrancado, de manera discreta, el programa para rastrear al remitente.
—Buenas tardes, caballeros —dijo el hombre y con un retraso de unos
segundos, los subtítulos aparecieron
bajo su imagen—. Les agradezco que me permitan esta reunión para probar dos de
mis invenciones más ambiciosas. La primera, la están viendo. Un traductor en
tiempo real que nos permitirá flanquear la evidente barrera que hay entre
nuestros lenguajes. Me hubiera gustado mostrar estos proyectos frente a frente
pero, me temo que estamos en lugares muy remotos, los unos de los otros.
Morimoto asintió.
—A nombre del Consejo Directivo —dijo Morimoto con su conocido tono
afable— le pido una disculpa por la ausencia de los demás miembros. En
representación de los señores Tajiri, Masuda y Sugimori, estamos el señor Fujiwara
y yo. Por favor, díganos sus demandas.
—Antes que nada, no se confunda, señor Morimoto —dijo Azul, siguiendo el
juego de amabilidades diplomáticas—. No soy un terrorista informático y no
estoy aquí para pedir “rescate” por la información contenida en sus archivos.
Al contrario, mi petición puede parecerle más extravagante aún. Risible, si así
quiere.
—Lo escuchamos, señor.
—Azul. Sólo Azul.
El muchacho se acaricio la perilla. Morimoto pudo ver que la mano le
temblaba, pero no se veía nervioso. ¿Ansioso, presa de la excitación, quizá?
Miró al hombre que tenía por tarea rastrear al hacker y vio que este negó por
lo bajo. Estaba muy bien escondido.
—¿En qué podemos servirle, señor Azul?
—Quiero control, señor Morimoto. Control sobre la conexión global de
pokémon y acceso a toda la información que se registre de cada entrenador que
haya usado dicha conexión.
Lo soltó sin más, quizá un poco de prisa, por la emoción. Espero el
tiempo pertinente para que el traductor mostrara sus demandas en la lengua
nipona y obtuvo por respuesta varias sonrisas irónicas y miradas de intriga.
¿Cuál iba a ser la amenaza?
—Hay muchos puntos flojos en su demanda, señor Azul —dijo Morimoto, de
nuevo con condescendencia—. En primer lugar, no tenemos intención de contratar
nuevo equipo para manejar la Conexión Global, y si así fuera, el dominio es
compartido, no puede ser de uno solo. En segundo, la información de los
entrenadores (además de ser muy poca y, a mi parecer, inútil) no puede ser
entregada a nadie. Eso es traficar información personal y eso es un delito
internacional.
—Es usted quien ahora se ha equivocado en dos puntos, señor Morimoto:
primero, no quiero un empleo, quiero (como ya dije) el control de la Conexión
Global. Segundo, por supuesto que hay información importante: el nombre de los
entrenadores y sus pokémon —los hombres en la sala rieron—. Ustedes conocen los
pokémon en cada consola que haya entrado a la Conexión Global y, de manera
adecuada, podrían controlarlos. Podrían determinar los pokémon que no pueden
usarse. Aquellos que resultaran, por así decirlo, demasiado peligrosos.
—Usted puede negarse a pelear con otros jugadores si usan pokémon que no
sean de su agrado, señor Azul —dijo mientras reía con sorna y miraba a
Fujiwara—. Los jugadores lo hacen todo el tiempo.
—Esto va más allá de las reglas de un montón de niños llorones, señor
Morimoto —Azul empezó con una risa y terminó con un dejo de amenaza—. Se trata
del dominio sobre el poder del otro. Cuando empezamos la conferencia, le dije
que quería mostrarle dos inventos. Me sentí un poco ofendido por la falta de
respuesta ante el primero, supongo que ustedes podrían hacerlo en la mitad de
tiempo que yo. Pero lo que verán a continuación, caballeros, no tiene parangón.
Azul se levantó y vieron su mano acercarse a la pantalla. Luego la visión
se movió, giraba la cámara a un plano más amplio, una bodega inmensa y oscura
de piso gris donde sonaba un tango como preludio a algo amenazante.
Aún cerca de la pantalla, Azul sacó de su bolsillo un objeto esférico
poco más grande que su puño y que todos los programadores reconocieron como
algo similar a una pokébola.
—Caballeros, les presento la “Pokésfera”. El invento de mi vida.
Azul se levantó el saco y presionó algo en su cinturón. Lo único que
pudieron ver era algo similar a las dos pantallas de una consola DS pero la visión se opacó de inmediato
frente al brillo de la Pokésfera, azul claro, radiante, acuoso.
Con una sonrisa sardónica y la voz más grave que tenía, Azul dejó caer la
Pokésfera.
—Blastoise, yo te elijo.
En cuanto tocó el suelo, la Pokésfera emitió un brillo azul y tembló,
Azul giró la cabeza como si el brillo le doliera o le molestara, pero no dejaba
de sonreír. El brillo creció y comenzó a tomar forma.
En la sala de conferencias de Game
Freak, varios hombres se levantaron, Fujiwara se llevó la mano a la boca.
Morimoto tragó saliva y el sudor perló su frente. Habían visto toda clase de
recreaciones tridimensionales y aquella que estaban viendo no era como ninguna.
Lo que el monitor les mostraba era real.
El brillo había crecido hasta ganar un poco más de altura que Azul,
primero cobró una forma ovalada, luego aparecieron unos apéndices. Poco a poco
se formaron las piernas y los brazos romos, cortos y fuertes, una cabeza achatada
y redonda y dos figuras más a lado de ella, como brazos imncompletos.
El brillo se disipó lentamente y reveló una piel arrugada, muy lisa y lustrosa,
azul, con un relieve que asemejaba a las escamas. Las patas traseras, sobre las
que se apoyaba la criatura, tenían garras anchas y completamente blancas, como
huesos salidos. El estómago era una coraza amarillenta, opaca, llena de
manchitas marrones y negras. El cuerpo se balanceó ligeramente hacia adelante y
flexionó los dedos de las patas delanteras, con garras igual de inmensas. Lo
más desconcertante fue la cabeza: era una tortuga, no había duda, la mandíbula
inferior era amarilla, todo lo demás era del azul más oscuro en todo el cuerpo;
la cabeza estaba coronada por unas protuberancias como orejas y unos ojillos
negros y muy profundos parpadeaban con orgullo y fuerza. La lengua rosada
repasó la piel de la cara de Blastoise.
—Una imagen vale más que mil palabras, ¿no, señor Morimoto? —dijo Azul
mientras acariciaba a su Blastoise—. Volveré a comunicarme en exactamente
veinticuatro horas. Piense en lo que le he pedido y lo que soy capaz de hacer
con mis nuevos inventos. Y por favor, la próxima vez sin juegos bajo la mesa.
Sabía que tratarían de rastrearme. Me obligarán a usar un equipo diferente la
próxima vez. Hasta mañana, caballeros.
El rastreo de Azul no había llegado a su fin, ni siquiera parecía cercano
a una respuesta, pero no pudieron obtenerla. Morimoto tuvo que ponerse en contacto
con Satoshi Tajiri y el resto del consejo y explicarles la increíble situación.
Al enfrentarse al escepticismo de sus compañeros, no tuvo que hacer más que
mostrarles el video en que Azul llamaba a Blastoise y, con una risa cruel y
llena de regocijo, ordenaba “Hidro Bomba”.
A lado de la cabeza de la inmensa tortuga, el caparazón se levantó como
si tuviera dos escotillones y unos apéndices óseos en forma de tubo asomaron en
dirección a la cámara. Un grueso chorro de agua puso fin a la vida de la
computadora con que Azul había firmado el inicio de su torcido plan.