De la pluma de Mario Conde, y a mucha honra

¿Qué fregados es esto?

'Pokémonear': verb. 1) acción y efecto de hacer algo relacionado con o relativo a Pokémon; 2) acción y efecto de cumplir una adicción a "Pokémon" como si de un psicotrópico se tratase; 3) perder el tiempo en actividades relacionadas a Pokémon.
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jueves, 2 de febrero de 2012

Proyecto P - Capítulo I

Capítulo I
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En quince cuadras perdió toda la fuerza de las piernas. Quince cuadras de respirar con dificultad, luchar con el miedo y los nervios; de meterse entre las calles y dar vueltas abruptas que le quemaban los pies.

No se creyó a salvo ni siquiera cuando dejó de ver los faros del coche, diez cuadras atrás; de un modo u otro lo encontrarían pero esperaba que no ocurriera esa misma noche. Tal vez podría esconderse, mantenerse en el anonimato hasta que se asentara el polvo y ya no les importara. Quince cuadras y se detuvo a respirar con un dolor en el costado cuando otro motor le crispó los nervios. No era del coche, era más ruidoso y salvaje.

Una ráfaga de luz le pasó de largo, pero no dudó un segundo que lo habían reconocido. Todos los detalles dorados en su ropa eran reflejantes. Con un aullido salvaje, la motocicleta embistió y él sólo atinó a meterse en otra de las calles, justo en el momento en que su perseguidor le daba alcance.

La Harley roja no dio la vuelta a tiempo y las llantas derraparon un par de metros marcando una “u” sobre el pavimento. El jinete soltó una risotada que se escuchó por toda la calle en penumbras. La noche se cubrió con los rugidos de la motocicleta que apagaban los pasos frenéticos y asustados de la presa.

El motociclista avanzó muy lento, sin desmontar, con los estertores del motor como fondo musical. Desde la esquina miró la calle desierta, llena de sombras. Era imposible que hubiera corrido otra calle más y tan rápido. No había salido.

Avanzó algunos metros y apagó el motor. En una jardinera cercana, el perseguido se había dejado caer para reponer fuerzas y esconderse del cazador. Cuando la calle se quedó en silencio él mismo trató de dejar de respirar.

De la chamarra de cuero, el motociclista tomó su teléfono celular, sin quitar la vista del frente; acostumbrado desde niño a vagar por las calles de noche, había aprendido a no tener miedo hasta el último segundo. Estaba en su elemento. Sólo desvió los ojos para comprobar el contacto registrado en la pantalla.

En toda la calle sólo se escuchó, muy tenue, la melodía en piano de una canción de Linkin Park.

Rugió el motor al tiempo que el muchacho salía de su escondite dando un grito de frustración por haber olvidado apagar el teléfono.

Quince cuadras habían hecho sus estragos. El motociclista le dio alcance sin problema al final de la calle; después de agitar una cadena sobre la cabeza, lanzó ésta hacia las piernas de su presa. Un golpe en las corvas fue la sentencia del muchacho de la playera color mostaza.

La motocicleta se detuvo cerca de donde él había caído.

—¿Te dolió? —el motociclista sonreía en la oscuridad.

—Ojalá tu gengar tuviera esa puntería —dijo el muchacho apretando los dientes de dolor.

—No se vale arder, pinche Dorado —le respondió entre risas el otro. De nuevo tomó el celular y marcó un número—. Ya cayó. Estamos en Vallarta esquina con… no sé, ¿Ibáñez?

—Ni idea —jadeó con rencor desde el suelo.

—Cha… coopera tantito. Vallarta e Ibáñez. Cámara —y cerró el celular—. ¿Pu’s qué fregados hiciste, Dorado?

El motociclista lo agarró de la playera y lo arrastró hasta la banqueta para que éste pudiera sentarse. Sus jadeos eran lo único que se oía en la noche.

—Están yendo muy lejos, Rojo —dijo después de tragar saliva.

—Que zacatón eres —Rojo prendió un cigarro entre risas.

—No es por miedo, es por sentido común —dijo al fin incorporándose—. ¿No ves que ya perdieron el piso? Es nada más un juego.

—Era, Doradito. Era un juego —escupió—. Además tú también querías, ¿qué no?

El muchacho no dejaba de sobarse la pierna.

—¿Me das un cigarro?

Rojo le extendió la cajetilla. El otro aprovechó la cercanía para soltarle un puñetazo y tratar de correr, pero Rojo estaba curtido para esas peleas. Recibió el golpe sin sorpresa y lo contestó con una patada. El muchacho sintió todo el peso de la bota con estoperoles en el pecho.

­—No te quieras pasar de cabrón, pinche Dorado —dijo Rojo entre risas, revisando si no tenía sangre en el labio—. Di que no te echaron al Fuegos, pero por poquito, ¿eh? Ya dime, ¿qué hiciste?

Aunque el otro hubiera querido contestar, no habría tenido tiempo. La cara de Rojo se iluminó por los faros del coche que se acercaba. El Spirit negro encabezaba un convoy al que también pertenecían dos motonetas y una Voyager verde oscuro. Los vehículos callaron, estacionados en un círculo alrededor de Rojo y el muchacho que se dolía en el suelo. Todos los faros extinguieron su luz.

La puerta del Spirit se abrió, del interior salió la amable melodía de la trompeta de Louis Armstrong interpretando La vie en rose, preludio a la base de acero inoxidable de un bastón. El muchacho sintió un rencor inmenso hacia ese bastón y esa música, una elegancia innecesaria y estúpida, una pose fundada en un poder invisible e imaginario.

En la oscuridad de la noche, parecía que el traje que vestía el conductor del Spirit era negro, pero en fugaces asomos de luz éste brillaba en un azul demasiado profundo, total. Pantalón, camisa, corbata, chaleco, saco y sombrero todo en azul oscuro. La cara bien afeitada excepto por el bigote, en un corte tan antiguo que lo hacía parecer mucho mayor, aunque debía rayar apenas los treinta años.

—Ahí’stá —dijo Rojo después de hacer una reverencia con la cabeza, a modo de saludo—. ¿Qué hizo?

El hombre del traje le sonrió con simpatía.

—La curiosidad no es siempre una cualidad apreciable, Rojo.

Por respuesta, Rojo le sonrió alargándole la cajetilla de cigarros. El hombre de traje tomó uno y Rojo se lo encendió, entre servicial y amistoso. Tranquilidad en contraste con el muchacho que en el suelo empezaba a jadear con miedo. La trompeta de Armstrong acompañó a la orquesta en la última nota de la canción, antes de que uno de los conductores de motoneta se acercara al Spirit y apagara el radio.

—Mentiría si no dijera que me decepcionas, Oro —dijo finalmente el hombre del traje.

—Pensé que nos podíamos salir cuando quisiéramos —respondió el muchacho en el suelo.

—Pero no así —dijo el hombre—. No de ese modo. Tu… pequeño exabrupto, por llamarlo de algún modo, por poco y echa a perder los últimos seis meses de trabajo.

Oro estaba visiblemente decepcionado.

—¿Qué? ¿Pensaste que ésa era nuestra única consola? —el hombre era aún más irónico y provocativo que Rojo—. ¿Por quién me tomas? Hombre precavido vale por dos. Que no se te olvide que las bombas PEM también fueron idea mía. Y en cuanto a la base de datos, no es nada que no se pueda recuperar. Todo está en la red.

—No me chingues, Oro —Rojo amarró la cadena alrededor de su brazo—. Estás cabrón.

—Como sea. Dime cuánto es y yo pago los daños, pero ya no quiero estar involucrado —dijo Oro.

—Estás demasiado involucrado para claudicar, amigo —una seña de su mano y se escuchó otra puerta abrirse. A Oro le bastó ver la tela satinada del muchacho que bajaba de la camioneta para atar todos los cabos.

—¿Qué vas a hacer?

—Lo que cualquiera en mi posición haría —dijo el del traje—. Aplicar un correctivo. Dame tu cartucho.

—Azul, por favor…

—Rojo, si eres tan amable.

—Órale, pinche Dorado, coopera.

Oro defendió con todas sus fuerzas el pequeño cartucho que llevaba en el cinturón, protegido por una carcaza de doble poliuretano. Otra patada de Rojo en el estómago le hizo desistir.

—Qué tristeza —dijo Azul contemplando el cartucho dorado bajo la luz de la farola—, ésta es una de las partidas más valiosas de toda la liga.

—No, Azul, déjame… —a Oro empezó a faltarle el aire.

—Siempre has sido y serás uno de mis mejores amigos, Oro; además de un valioso elemento para la liga. Pero debes entender, no puedo arriesgarme a que otro incidente como el de esta tarde se repita.

—Estás exagerando —rogó Oro desde el suelo.

—Ah, ¿verdad que ya no es un juego? —dijo Rojo recargado en su Harley.

—¿Qué vamos a hacer, Azul? —dijo con voz pastosa el otro que había llegado desde la camioneta. Se arremangó el saco satinado color crema y dejó los brazos desnudos, sólo con una pulsera de perlas en la mano izquierda.

Azul se peinó el bigote con la mano y jugueteó con el bastón.

—Esta partida ya está corrupta —una sonrisa entre simpática y resignada se dibujo en la cara de Azul.

—¿Borrar? —dijo el de saco crema.

—Azul, no es necesario…

—No te preocupes, Oro. No es lo que pensaba. No exactamente —y se volvió a una de las motonetas—. Quiero que Negro y Blanco vean esto.

Rojo prendió otro cigarro. Oro se aferró a los últimos pensamientos de esperanza que le cruzaban la cabeza; Azul no hablaba en serio, todo era una lección para él y para los demás. No se llega a líder sin un escarmiento de vez en cuando. Sólo quería ponerlo como ejemplo. Por un momento creyó incluso que no pasaría a mayores, pero la pequeña caja de herramientas en la mano del hombre del saco cremoso le hacía dudar.

Al círculo se unieron otras tres siluetas, pero más pequeñas. El más bajito de los nuevos era casi un niño, y si no lo era, la sudadera y gorra amarillas eran una parodia grotesca de síndrome de Peter Pan. Atrás de él llegaban otros dos un poco más altos, exactamente el mismo tipo de playera, exactamente el mismo pantalón de mezclilla y los mismo zapatos deportivos, las mismas muñequeras. Eran muy parecidos, pero definitivamente no tenían relación consanguínea. Hasta la cabeza rapada los hubiera hecho parecer gemelos que sólo se diferenciaban en que uno vestía completamente de negro y el otro de blanco.

—Les puede ir muy bien mientras sepan a quién respetar —dijo el niño de sudadera Amarilla—. Si Azul da una orden, la cumplen; si Azul dice que callen, se callan; si Azul dice que se sienten, se sientan. Azul podría ordenarles que salten en un pie y ustedes lo tienen que hacer.

—Azul dijo que le cuidaras el coche —interrumpió Rojo—. Ándale, grillo, date el rondín.

—Gracias, Amarillo —Azul zanjó lo que podía volverse una discusión entre Rojo y el niño. Éste, con la cara a medio berrinche, regresó cerca del Spirit negro. Azul se volvió hacia Oro—. La lealtad es una de las cosas más importantes en una organización como la nuestra, muchachos. Implica respeto y confianza; es la ordalía en que basamos todo cuanto hemos logrado.

—Azul, ya pedí perdón.

—Y el perdón te estoy dando, Oro. Pero no puedes esperar que tus actos queden sin consecuencias.

 Del interior del saco, Azul sacó un paquete diminuto, no más grande que un pulgar. Un plástico blanco similar a los envoltorios de pastillas de menta. Rojo soltó otra de sus risotadas.

—Ya te chingaste, pinche Dorado.

Oro fue incapaz de recuperar el aliento.

—“Lo que Dios ha hecho” —dijo Azul, mostrándole la pastilla a Oro—. ¿Sabes quién lo dijo? Fue uno de los primeros mensajes que Samuel Morse envió con el telégrafo. Un invento de comunicación revolucionario, pionero de cualquier conexión a distancia que te puedas imaginar. Eso es el progreso, Oro; es ser visionario. Otro mundo sería éste si a Morse no se le hubiera ocurrido pasar mensajes a través de cables, inventando un emisor, un transporte y un receptor, ¡hasta un lenguaje! “Lo que Dios ha hecho”. ¿Te das cuenta? Es como si fuéramos antenas, depósitos, si tú quieres. Ideas en potencia a la espera de una ráfaga de inspiración. Y entonces una oportunidad, una como voz divina nos susurra al oído “hazlo”. Todo en aras de avanzar, amigo.

—El Proyecto Líderes no es progreso. Es tu delirio de grandeza.

—Efectivamente, fue un desvarío. Por eso algunos datos que eliminaste no pensamos recuperarlos. No los necesitamos para el Proyecto P.

Oro sintió un hueco en el estómago y miró de refilón a todos a su alrededor. Azul le dio la pastilla al del saco cremoso al mismo tiempo que otra silueta más se unía al círculo. Miraron con calma su camisa color sangre y su chaleco negro, con la misma calma que él los veía.

—¿Le gustaría agregar algo, maestro? —preguntó Azul cortés pero con la amenaza floreciendo en los ojos.

—No, señor —repuso despreocupado el otro—. Simplemente quiero ver. ¿Puedes darme uno de esos, Rojo?

El motociclista le extendió la cajetilla; su interlocutor hizo un gesto con la cabeza para que Azul continuara y éste llevó la mano a otra bolsa del saco. La tensión fue general, todos los ahí reunidos (incluso algunos desde sus vehículos) fijaron la mirada en la esfera que Azul sostenía frente a Oro: un orbe no más grande que su puño, de cristal opaco y ambarino que reflejaba con débiles destellos el alumbrado de la calle. Azul la sostenía con delicadeza y orgullo.

—Ya sabes lo que es, ¿no?

—¿F-funciona? —preguntó Oro entre esperanzado y temeroso. La misma duda podía sentirse en todos los demás.

—Casi. Estamos a un paso de que sea completamente funcional. Y no voy a dejar que tu cobardía lo derribe todo. Ábrelo, Perla.

El del saco color crema tomó un pequeño desarmador de su caja de herramientas y sin mucho problema abrió el cartucho dorado. Todo el cuerpo de Oro se volvió un manojo de temblores y sudor frío. Y justo como los animales bajo amenaza, en el punto en que se vio perdido, toda la rabia y el rencor de horas antes le regresó al pecho.

—Se me pueden olvidar muchas cosas, Azul, pero no puedes cambiar la forma de ser de nadie.

—Puedo intentarlo —Azul era una contradicción de calma frente a Oro—. ¿No te imaginas lo que hay en el sobre?

Una vez que tuvo el cartucho abierto, Rojo lo sostuvo frente a Perla mientras éste abría el sobre de la pastilla. Entre sus manos brilló con debilidad una batería de reloj nueva.

—Es sorprendente “lo que Dios ha hecho”, ¿no? —Azul guardó la esfera en su saco.

—Deja de creerte Dios —espetó Oro en lo último de su desesperación.

—Dios no —repuso Azul—. Arceus.

Luego miró a Perla y caminó hasta su coche, donde ya lo esperaba Amarillo. La vie en rose volvió a sonar entre la tensión de todos; Negro y Blanco miraban atónitos a Perla, que movía el desarmador dentro del cartucho dorado. Rojo y el otro siguieron fumando inexpresivos, mirando a Oro cuya cara era el vivo retrato de la desesperanza, ya sin fuerzas para correr ni pelear. En el cartucho se escuchó un ligero “crack” y éste expulsó otra batería de reloj, más vieja, al mismo tiempo que el cuerpo de Oro caía al suelo.


10 comentarios:

  1. Excelente !!!
    Tiene un estilo impresionante !!
    ahora a esperar con ganas el otro capitulo ! xD !!
    Estuvo muy bueno! supero todas mis expectativas, como siempre su calidad no la e visto en otro cuando escribe ! xD

    Un saludo y un abrazo grande desde Colombia. Como siempre siguiendo su Blog !

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  2. Vaya que comienzo tan inusual y misterioso

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  3. Es simplemente increíble realmente compleja pero es difícil de entender para mi como iremos entrando ala historia pero bueno es muy interesante espero y ver como todos van encajando en la idea y sinceramente no suponía que iniciaría así me sorprendió espero que ya empiece

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  4. wo...
    cuándo la siguiente entrega? :3

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  5. que buen primer capitulo, sigue asi digno comienzo para una novela que de seguro sera impactante e increible buen aporte ya quiero la segunda entrega

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  6. de lo poco que he visto me parece buena pero te recomiendo que omitas un poco los mexicanismos para que no sea tan regional y las personas q somos de otras partes de latinoamerica la entendamos y podamos digerirla mejor

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  7. lo que mas me gusto es cuando dice:
    "—Dios no —repuso Azul—. Arceus." xD muy buen personaje

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  8. Excelente ritmo, buen inicio que atrapa y deja muchas dudas, que obviamente se irán despejando con el andar de la historia, me parece acertado un capitulo de introducción a la historia donde se haga el planteamiento del Proyecto P...

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  9. esperando ese segundo capitulo con ansias :D

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  10. La narración es bastante buena, y el haber leído con anterioridad la conferencia me hacia darme una idea de hacia donde apuntaba el asunto. Eso si, ese intento un tanto burdo de jerga de pandillero me dejo un mal sabor de boca.

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